THE NEW RAEMON
“Tinieblas, por fin”
The New Raemon
comenzó a andar en 2008 por una senda sin destino, una de esas búsquedas en las
que se tiene más claro lo que no se quiere hacer. Cuatro años y cuatro discos
después, su instinto le ha guiado hasta una atalaya desde la que contempla, con
perspectiva privilegiada, un bosque sombrío. Bendita fuente de inspiración: un
tesoro para esos trovadores radicalmente honestos a los que una pizca de
aburrimiento les indica el camino a no seguir.
Se subió a esa
torre con su anterior disco, “Libre asociación” (BCore Disc, 2011). Pregonado a
los cuatro vientos como un disco oscuro y una vuelta al formato de banda
eléctrica (sin alejarse del intimismo del cantautor), constituye un claro punto
de partida para la creación de “Tinieblas, por fin” (Marxophone, 2012): una
misma perspectiva, aunque no mismas visiones. Su nuevo trabajo es más dinámico,
más orgánico, con la carne más viva; de pasajes más tétricos y a la vez más
radiantes, más triste y a la vez más poderoso, más espiritual y a la vez más
crudo. Más contrastes.
Todo es más en
“Tinieblas, por fin”: Más desde esa atalaya. Más de ese bosque. Más de noche,
de madrugada, más insomnio voluntario. Más suyo. Más nuestro.
No vamos a
destacar ninguna joya, porque todas lo son. Treinta y cuatro minutos de dulce
angustia. Nueve canciones, salpicaduras del subconsciente donde muestra sin
pudor sus miserias (y las nuestras): El inquietante crescendo de Risas enlatadas (“Me echo a perder
dentro de la boca del lobo”), el intenso trallazo de menos de dos minutos que
da nombre al disco (“Con su pan se las coman y se las traguen al fin… “), la
vergüenza de las tinieblas propias en la excitante La ofensa (“Superado por los cambios, / indicio de mi cobardía”),
la explosión épica y glacial de Marathon
Man (“A veces no soy suficiente para seguir / ni estar aquí para nadie”) o
la falsa calma de la ambigua Grupo de
danza epiléptica (“…y bailamos entre ataques de pánico escénico”).
Una obra
dramática cantada con una gran sonrisa, escrita con la entereza de “quien se
sabe triunfador, de camino al matadero” (Marathon
Man), y en la que encaja perfectamente un cuento recreado con apacible
melancolía (Galatea), una sobria y
lapidaria declaración de amor (Centinela),
un cuadro donde se mezclan sexo y suciedad (Casa
abandonada) o una estampa sobre los infortunios de la prisa cantada con una
lentitud perturbadora (Devoción), con
una hermosa segunda voz de María Rodes y que sirve para cerrar el disco.
Más miel en los
labios en canciones que terminan antes de tiempo. Más de la batería de Víctor
García, que más que percutir, late. Un cuerpo sonoro robusto, de lejanas
guitarras reverberantes y con un Ramón Rodríguez de voz limpia, incisiva y
cercana. Más Raemon. Más nosotros.
Jose A. Perera
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